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Sobre el libro "Mendel el de los libros" del autor austriaco Stefan Zweig.
Ed. Acantilado
Traducción del Alemán: Berta Vias Mahou

Por Jesús Ballaz Zabalza

El narrador olvidadizo
El narrador entra perseguido por la lluvia en un café de Viena. Para matar el tiempo va paseando la mirada por todo su alrededor. Poco a poco, a partir de lo que ve, van saltando sus recuerdos a la primera línea de su mente.
Aquella caja registradora de aluminio, el comportamiento de la cajera que se conduce de una manera, digamos, comercialmente eficiente le trae a la mente un pasado bien diferente.
Finalmente llega a delimitar el contenido de sus recuerdos: «Cómo había podido olvidarle, a él, el mago, el corredor de libros que, imperturbable, se sentaba allí, día tras día, de la mañana a la noche. Símbolo del conocimiento. ¡Gloria y honra del café Gluck!»

Mendel reconstruido
Todo el esfuerzo del narrador se centra, a partir de ese momento, en reconstruir la figura que conoció. A medida que alcanza con esfuerzo pequeños detalles su memoria se le va avivando.
Lo recuerda allí «invariable e impertérrito, la mirada tras las gafas fija, hipnóticamente clavada en el libro». El narrador da a conocer por fin la identidad de ese hombre, de una forma aparentemente banal, por la descripción de su manera de leer: aquel lector impenitente leía balanceando el cuerpo al estilo de los que asisten a las escuelas talmúdicas. Es un judío.
Mientras está metido en el libro, aquel hombre pierde el mundo de vista. Entra en otra dimensión. Ni se da cuenta del ruido que se provoca a su alrededor. Su abstracción llega a tanto que se produce un pequeño incendio casi a sus pies y él ni lo advierte.
El narrador habla de una persona pero parece que no hace otra cosa que describir un personaje tipo, el del lector impenitente, que se traspasa a otro mundo en el momento en que empieza a leer.
El autor acaba rememorado el tremendo impacto que le produjo una persona que, al leer, se ausenta de los que están a su alrededor y entra en otra dimensión, en una especie de éxtasis. «En Jakob Mendel, aquel pequeño librero de viejo de Galitzia, contemplé por primera vez, siendo joven, el vasto misterio de la concentración absoluta, que hace tanto al artista como al erudito, al verdadero sabio como al loco de remate, esa trágica felicidad y desgracia de la obsesión completa.»
Mendel es un auténtico sabio. Posee una memoria prodigiosa, casi infalible, sobre todo para los libros. No sólo los conoce por dentro, sino que también sabe su precio, el lugar y el tiempo de edición y los canales para conseguirlos.
Su secreto es una admirable concentración. Pero tiene, además, espíritu desprendido del sabio que dispensa generosamente aquello de lo que dispone sin quedarse nada para sí.

El universo de los libros
Sin embargo, fuera de los libros, “aquel hombre singular no sabía nada del mundo, pues todos los fenómenos de la existencia sólo comenzaban a ser reales para él cuando se vertían en letras, cuando se reunían en un libro y, como quien dice, se habían esterilizado. Pero tampoco leía aquellos libros para entenderlos, en su contenido espiritual y narrativo. Tan sólo su título, su precio, su aspecto, la página de créditos atraían su atención.»
Mendel pasaba por un pequeño comerciante. Vestía una chaqueta raída y apenas comía unos panecillos o lo que fuera. Todo eso le importaba poco. «Se puede decir que no vivía, tan sólo aquellos dos ojos tras las gafas estaban vivos y alimentaban con palabras, títulos y nombres el cerebro de aquel ser enigmático. (…) Las personas no le interesaban, y de todas las pasiones humanas tal vez sólo conocía una, la vanidad.»
La presencia continua de ese hombre singular había convertido el café Gluck en el centro de referencia para todos los bibliófilos de Viena y de media Europa. En caso de apuro, muchos acudían a él. Nadie salía decepcionado.
Le interesaban los libros. Le apasionaban. Se sentía feliz al darlos a conocer y se enfadaba si alguien llegaba a pensar que buscaba dinero a cambio de un intercambio de conocimientos.
Era un hombre que había llegado del Este de Europa con el fin de estudiar para rabino, pero su monoteísmo de la fe en Jehová lo había cambiado por el politeísmo de prestar atención a todos los libros.
No atendía más que a sus libros, aunque el dueño del café el señor Standhartner tenía atenciones con él y le saludaba muy amable, y la señora que hacía la limpieza le cepillaba el abrigo. Pero él no reparaba en nada. «Cuando el señor Standhartner le preguntó cortésmente en una ocasión si no leía mejor con la luz eléctrica que bajo el pálido y vacilante resplandor de las lámparas de gas, él levantó la vista y, asombrado, contempló las bombillas”.
El narrador, al descubrir al cabo de más de veinte años aquella mesa vacía se da cuenta hasta qué punto había tenido la suerte de haber visto el poder de la concentración interior en aquel personaje extraordinario. Al recordar, reflexiona fascinado sobre lo que vivió: «Que una vida pura en el espíritu, una abstracción completa a partir de una única idea, aún pueda producirse hoy en día, un enajenamiento no menor que el de un yogui indio o el de un monje medieval en su celda, y además en un café iluminado con luz eléctrica y junto a una cabina de teléfono…»

El olvido de lo mejor nos hace peores
El narrador se avergüenza de haber olvidado algo tan extraordinario. Le parece una vileza que no tiene perdón. Pero tiene que reconocer que eso nos ocurre menudo a los humanos; tenemos regresiones evidentes que hacen que algo que nos interesó o un valor que nos impulsó lo olvidamos.
Tras años de ausencia, ha llegado casualmente a aquel bar que ya no se llama Gluck y pregunta por Mendel. Ya nadie lo conoce. Sólo la que hace la limpieza de los lavabos, la señora Sporschil, lo recuerda con afecto y le pone al corriente de su historia posterior.
Le cuenta que ya hace siete años que murió. «Y fue una vergüenza cómo le dejaron morir».
La causa fue la guerra. Él estaba tan en otro mundo que pidió libros a Francia e Inglaterra, países con los que estaban en guerra, en la Primera Guerra Mundial. La policía lo atrapó pensando que era un espía. A través de una concienzuda indagación, se enteran de que no tiene documentación como ciudadano del imperio austrohúngaro. Nunca preocupó tenerla porque era un asunto sin interés para él. Procede de la Polonia rusa, aunque ha pasado buena parte de su vida en una de esas islas libres de la geografía de una ciudad que son algunos cafés.
Mendel es un trasunto del mismo Stefan Zweig. Éste, como Joseph Roth, se sitúan en ese espacio siempre indefinido de la Europa Central, lugar de cruce y de encuentros enriquecedores. Ése ha sido el espacio más propio de los judíos, unos apátridas que por eso han ocupado con tanta seriedad la patria del conocimiento.
Él estaba sólo en el mundo de los libros. Y paga esa culpa con la cárcel, naturalmente.
Cuando lo llevan a la prisión militar y después al campo de concentración, por indocumentado, está desconcertado. Ni siquiera entiende qué relación puede tener ese desgraciado destino con su vida entregada a los libros. «En su mundo superior de los libros no había guerras, ni malentendidos, tan sólo el eterno saber y querer saber aún más números y palabras, títulos y nombres.»

El telescopio mágico
Se deja llevar pero, cuando le quitan los libros y las notas que guarda en sus bolsillos se enfurece y grita. Sin embargo, no tiene nada que hacer contra la fuerza de la “ley”. Incluso se le caen y se le rompen las gafas, el único objeto que necesita para conectarse a su mundo. «El mágico telescopio que le permitía contemplar el mundo del espíritu se le rompió en mil pedazos.»
Cuando, al final de la guerra, puede regresar al mundo libre, ya no se le permite volver a su mesita en el café Gluck de Viena porque éste ya no existe; ha cambiado de amos.
Con la nueva orientación del negocio, ya no hay lugar para un señor de aspecto tan descuidado. El café lo había comprado un estraperlista que se había enriquecido durante la hambruna del 1919. ¿Qué se puede esperar que comprenda ese hombre sobre la existencia de un sabio?
A Mendel lo echan del nuevo establecimiento a cajas destempladas sin ninguna consideración a su sabiduría y a lo que significó en la historia del café Gluck durante más de treinta años.
Así, abandonado de todos, muere Mendel el de los libros. La señora que limpia los aseos se queda con su último libro, no porque sea un libro, que eso le importa poco, sino por mantener su recuerdo. Esa mujer ha sido la única fiel a la memoria de ese sabio extraordinario.
El narrador lamenta su abandono: «Yo me había olvidado de Mendel el de los libros durante años. Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido.»
Sólo me resta decir que el libro lo escribe Stefan Zweig el año 1929. Por muchos de los temas que refleja, el desprecio del conocimiento, la exclusión por razón de procedencia, etc., parece escrito después de la llegada del nazismo.
Un signo más de hasta qué punto algunos espíritus lúcidos, como este judío centroeuropeo, veían ya lo que les esperaba a ellos y a los libros: el desprecio, la persecución y el olvido.
Pero ¿no seguirá siendo aún un destino para quienes aspiran a conservar este espíritu en estos tiempos de frivolidad?

Nota: El artículo fue publicado en www.sol-e-com en la sección de Profesionales: Publicaciones. Publicaciones del SOL: Artículos. Mendel el de los libros.

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